Misioneros de la paz

En la homilía que el Santo Padre dio a la comunidad congoleña de Roma, habló sobre la importancia de que los cristianos seamos verdaderos misioneros de la paz, no sólo con palabras sino con nuestros actos:

“Esengo, alegría: la Palabra de Dios que hemos escuchado nos llena de alegría. ¿Por qué, hermanos y hermanas? Porque, como dice Jesús en el Evangelio, «el Reino de Dios está cerca» (Lc 10,11). Está cerca: aún no alcanzado, parcialmente escondido, pero cerca de nosotros. Y esta cercanía de Dios en Jesús, esta cercanía de Dios que es Jesús, es la fuente de nuestra alegría: somos amados y nunca somos dejados solos. Pero la alegría que nace de la cercanía de Dios, mientras da paz, no deja en paz. Da paz y no nos deja en paz, una alegría especial. Provoca en nosotros un punto de inflexión: llena de estupor, sorprende, cambia la vida. Y el encuentro con el Señor es un continuo empezar, un continuo dar un paso adelante. El Señor nos cambia la vida siempre. Es lo que les sucede a los discípulos en el Evangelio: para anunciar la cercanía de Dios van lejos, van en misión. Porque quien acoge a Jesús siente que debe imitarlo, hacer como Él ha hecho, que ha dejado el cielo para servirnos en la tierra, y sale de sí mismo. Por tanto, si nos preguntamos cuál es nuestra tarea en el mundo, qué debemos hacer como Iglesia en la historia, la respuesta del Evangelio es clara: la misión. Ir en misión, llevar al Anuncio, hacer saber que Jesús vino del Padre.

Como cristianos no podemos conformarnos con vivir en la mediocridad. Y esta es una enfermedad; muchos cristianos, también todos nosotros corremos el peligro de vivir en la mediocridad, haciendo las cuentas con nuestras oportunidades y conveniencias, viviendo al día. No, somos misioneros de Jesús. Todos somos misioneros de Jesús. Pero tú puedes decir: “¡Yo no sé cómo se hace, no soy capaz!”. El Evangelio nos asombra todavía, mostrándonos al Señor que envía a los discípulos sin esperar que estén preparados y bien entrenados: no estaban con Él desde hace mucho tiempo, y los manda igualmente. No habían hecho estudios de teología y, sin embargo, los manda. También la forma en la que los envía está llena de sorpresas. Vemos por tanto tres sorpresas, tres cosas que nos sorprenden, tres sorpresas misioneras que Jesús reserva a los discípulos y reserva a cada uno de nosotros si nosotros le escuchamos.

Primera sorpresa: el equipaje. Para afrontar una misión en lugares desconocidos es necesario tomar consigo diferentes cosas, ciertamente las esenciales. Jesús, sin embargo, no dice qué tomar, sino qué no tomar: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias» (v. 4). Prácticamente nada: ninguna maleta, ninguna seguridad, ninguna ayuda. A menudo pensamos que nuestras iniciativas eclesiales no funcionan bien porque nos faltan estructuras, nos falta dinero, nos faltan medios: esto no es verdad. El desmentido viene del mismo Jesús. Hermanos, hermanas, no confiemos en las riquezas y no temamos nuestra pobreza, material y humana. Cuanto más libres y sencillos, pequeños y humildes, seamos, más el Espíritu Santo guiará la misión y nos hará protagonistas de sus maravillas. ¡Dejar lugar para el Espíritu Santo!

Para Cristo el equipaje fundamental es otro: el hermano. Esto es curioso: «Los envió de dos en dos» (v. 1), dice el Evangelio. No solos, no por cuenta propia, siempre con el hermano al lado. Nunca sin el hermano, porque no hay misión sin comunión. No hay anuncio que funcione sin cuidar de los otros. Entonces podemos preguntarnos: yo, cristiano, ¿pienso más en lo que me falta para vivir bien, o pienso en acercarme a los hermanos, en cuidar de ellos?

Vamos a la segunda sorpresa de la misión: el mensaje. Es lógico pensar que, para prepararse al anuncio, los discípulos deban aprender qué decir, estudiar a fondo los contenidos, preparar discursos convincentes y bien articulados. Esto es verdad. También yo lo hago. Sin embargo Jesús les entrega solo dos frases. La primera parece incluso superflua, tratándose de un saludo: «En la casa que entréis, decid primero: “Paz a esta casa”» (v. 5). El Señor prescribe presentarse, en cualquier lugar, como embajador de paz. Un cristiano lleva siempre la paz. Un cristiano trabaja para que entre la paz en ese lugar. Este es el signo distintivo: el cristiano es portador de paz, porque Cristo es la paz. Por esto se reconoce si somos suyos. Si por el contrario, propagamos chismorreos y sospechas, creamos divisiones, obstaculizamos la comunión, anteponemos nuestra pertenencia a todo, no actuamos en el nombre de Jesús. Quien fomenta rencor, incita al odio, anula a otros, no trabaja para Jesús, no lleva paz. Hoy, queridos hermanos y hermanas, recemos por la paz y la reconciliación en vuestra patria, en la tan herida y explotada República Democrática del Congo. Nos unimos a las misas celebradas en el país con esta intención y rezamos para que los cristianos sean testigos de paz, capaces de superar cualquier sentimiento de resentimiento, cualquier sentimiento de venganza, superando la tentación de que la reconciliación no sea posible, cualquier apego enfermizo al propio grupo que lleva a despreciar a los demás.

Hermano, hermana, la paz empieza por nosotros; empieza por mí y por ti, por cada uno de nosotros, por el corazón de cada uno de nosotros. Si vives su paz, Jesús llega y tu familia, tu sociedad cambian. Cambian si primero tu corazón no está en guerra, no está armado de resentimiento y de rabia, no está dividido, no es doble, no es falso. Poner paz y orden en el propio corazón, detener la avaricia, apagar el odio y el rencor, huir de la corrupción, huir de las trampas y las astucias: aquí inicia la paz. Siempre quisiéramos encontrar personas mansas, buenas, pacíficas, empezando por nuestros parientes y vecinos. Pero Jesús dice: “Lleva tú la paz a tu casa, empieza tú honrando a tu mujer y amarla con el corazón, respetando y cuidando de tus hijos, de los ancianos y de los vecinos. Hermano y hermana, por favor, vive en paz, enciende la paz y la paz morará en tu casa, en tu Iglesia, en tu país”.

Después del saludo de paz, el resto del mensaje encomendado a los discípulos se reduce a las pocas palabras con las que hemos empezado y que Jesús repite dos veces: «El Reino de Dios está cerca de vosotros […] El Reino de Dios está cerca» (vv. 9.11). Anunciar la cercanía de Dios, que es Su estilo; el estilo de Dios es claro: cercanía, compasión y ternura. Este es el estilo de Dios. Anunciar la cercanía de Dios, esto es lo esencial. La esperanza y la conversión vienen de aquí: del creer que Dios está cerca y vela por nosotros: es el Padre de todos nosotros, que nos quiere a todos hermanos y hermanas. Si nosotros vivimos bajo esta mirada, el mundo ya no será un campo de batalla, sino un jardín de paz; la historia no será una carrera para llegar primeros, sino una peregrinación común. Todo esto —recordémoslo bien— no requiere grandes discursos, sino pocas palabras y mucho testimonio. Entonces podemos decir: quien me encuentra, ¿ve en mí un testimonio de la paz y de la cercanía de Dios o una persona agitada, enfadada, intolerante, beligerante? ¿Muestro a Jesús o lo escondo en estas actitudes beligerantes?

Después del equipaje y el mensaje, la tercera sorpresa de la misión se refiere a nuestro estilo. Jesús pide a los suyos que vayan en el mundo «como corderos en medio de lobos» (v. 3). El sentido común del mundo dice todo lo contrario: ¡imponte, predomina! Cristo, sin embargo, nos quiere corderos, no lobos. No quiere decir ser ingenuos —¡no, por favor!—, sino aborrecer todo instinto de supremacía y opresión, de avaricia y posesión. El que vive como un cordero no agrade, no es voraz: está en el rebaño, con los demás, y encuentra seguridad en su Pastor, no en la fuerza ni en la arrogancia, no en la avaricia por el dinero y los bienes que tanto mal causa también en la República Democrática del Congo. El discípulo de Jesús rechaza la violencia, no hace daño a nadie —es un pacífico—, ama a todos. Y si esto le parece de perdedor, mira a su Pastor, Jesús, el Cordero de Dios que así ha vencido al mundo, en la cruz. Así ha vencido al mundo. Y yo —preguntémonos ahora— ¿vivo como cordero, como Jesús, o como lobo, como enseña el espíritu del mundo, ese espíritu que lleva adelante la guerra? Ese espíritu que hace las guerras, que destruye.

Que el Señor nos ayude a ser misioneros hoy, yendo en compañía del hermano y de la hermana; teniendo sobre los labios la paz y la cercanía de Dios; llevando en el corazón la mansedumbre y la bondad de Jesús, el Cordero que quita el pecado del mundo”.