La Eucaristía y el primado de Dios
El 27 de septiembre el Santo Padre visitó Matera para la clausura del Congreso Eucarístico y brindó esta homilía, que compartimos y que nos recuerda, una vez más, que lo verdaderamente valioso está lejos de las riquezas materiales.
“Nos reúne en torno a su mesa el Señor, haciéndose pan por nosotros: «Es el pan de la fiesta sobre la mesa de los hijos, […] crea compartición, refuerza los vínculos, tiene sabor de comunión» (Himno XVVII Congreso Eucarístico Nacional, Matera 2022). Sin embargo, el Evangelio que acabamos de escuchar nos dice que no siempre en la mesa del mundo el pan es compartido: esto es verdad; no siempre emana el perfume de la comunión; no siempre es partido en la justicia.
Nos hace bien pararnos delante de la escena dramática descrita por Jesús en esta parábola que hemos escuchado: por un lado un rico vestido de púrpura y de lino fino, haciendo alarde de su opulencia y festejando lujosamente; por otro lado, un pobre, cubierto de llagas, que yace en la puerta esperando que de esa mesa caiga alguna migaja con la que alimentarse. Y frente a esta contradicción —que vemos todos los días—, ante de esta contradicción nos preguntamos: ¿a qué nos invita el sacramento de la Eucaristía, fuente y culmen de la vida del cristiano?
En primer lugar, la Eucaristía nos recuerda el primado de Dios. El rico de la parábola no está abierto a la relación con Dios: piensa solo en el propio bienestar, en satisfacer sus necesidades, en disfrutar la vida. Y con esto ha perdido también el nombre. El Evangelio no dice cómo se llamaba: lo nombra con el adjetivo “un rico”, en cambio, del pobre dice el nombre: Lázaro. Las riquezas te llevan a esto, te despojan también del nombre. Satisfecho de sí, emborrachado por el dinero, aturdido por la feria de las vanidades, no hay lugar para Dios en su vida porque sólo se adora a sí mismo. No es casualidad que de él no se diga el nombre: lo llamamos “rico”, lo definimos solo con un adjetivo porque ya ha perdido su nombre, ha perdido su identidad que viene dada solo por los bienes que posee. Qué triste también hoy esta realidad, cuando confundimos lo que somos con lo que tenemos, cuando juzgamos a las personas por la riqueza que tienen, por los títulos que exhiben, por los roles que cubren o por la marca del vestido que usan. Es la religión del tener y aparentar, que a menudo domina la escena de este mundo, pero que al final nos deja con las manos vacías: siempre. A este rico del Evangelio, de hecho, no le ha quedado ni el nombre. Ya no es nadie. Al contrario, el pobre tiene un nombre, Lázaro, que significa “Dios ayuda”. Incluso en su condición de pobreza y de marginación, él puede conservar íntegra su dignidad porque vive en la relación con Dios. En su mismo nombre hay algo de Dios y Dios es la esperanza inquebrantable de su vida.
Este es entonces el desafío permanente que la Eucaristía ofrece a nuestra vida: adorar a Dios y no a uno mismo, no a nosotros mismos. Ponerle a Él en el centro y no la vanidad del proprio yo. Recordarnos que solo el Señor es Dios y todo el resto es don de su amor. Porque si nos adoramos a nosotros mismos, morimos en la asfixia del nuestro pequeño yo; si adoramos las riquezas de este mundo, estas se apoderan de nosotros y nos hacen esclavos; si adoramos al dios de la apariencia y nos embriagamos en el derroche, antes o después la vida misma nos pedirá la cuenta. La vida siempre nos pide la cuenta. Cuando, en cambio, adoramos al Señor Jesús presente en la Eucaristía, recibimos una
mirada nueva también sobre nuestra vida: yo no soy las cosas que poseo o los éxitos que logro obtener; el valor de mi vida no depende de cuánto logro exhibir ni disminuye cuando tengo fallos y fracasos. Yo soy un hijo amado, cada uno de nosotros es un hijo amado; yo soy bendecido por Dios; Él me ha querido revestir de belleza y me quiere libre, me quiere libre de toda esclavitud. Recordemos esto: quien adora a Dios no se convierte en esclavo de nadie: es libre. Redescubramos la oración de adoración, una oración que se olvida con frecuencia. Adorar, la oración de adoración, redescubrámosla: esta nos libera y nos devuelve a nuestra dignidad de hijos, no de esclavos.
Además del primado de Dios, la Eucarística nos llama al amor de los hermanos. Este Pan es por excelencia el Sacramento del amor. Es Cristo que se ofrece y se parte por nosotros y nos pide hacer lo mismo, para que nuestra vida sea trigo molido y se convierta en pan que alimenta a los hermanos. El rico del Evangelio fracasa en esta tarea; vive en la opulencia, festeja abundantemente sin siquiera notar el grito silencioso del pobre Lázaro, que yace exhausto en su puerta. Solo al final de vida, cuando el Señor cambia los rumbos, finalmente se da cuenta de Lázaro, pero Abraham le dice: «entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo» (Lc 16,26). Pero lo has interpuesto tú: tú mismo. Somos nosotros, que con nuestro egoísmo interponemos abismos. Había sido el rico quien había cavado un abismo entre él y Lázaro durante la vida terrena y ahora, en la vida eterna, ese abismo permanece. Porque nuestro futuro eterno depende de esta vida presente: si cavamos ahora un abismo con los hermanos y las hermanas, nos “cavamos la fosa” para el después; si levantamos ahora los muros contra los hermanos y las hermanas, nos quedamos presos en la soledad y en la muerte también después.
Queridos hermanos y hermanas, es doloroso ver que esta parábola es todavía historia de nuestros días: las injusticias, las disparidades, los recursos de las tierra distribuidos de forma desigual, los abusos de los poderosos contra los débiles, la indiferencia ante el grito de los pobres, el abismo que cavamos día a día generando marginación, no pueden —todas estas cosas— dejarnos indiferentes. Y entonces hoy, juntos, reconozcamos que la Eucaristía es profecía de un mundo nuevo, es la presencia de Jesús que nos pide comprometernos para que ocurra una conversión efectiva: conversión de la indiferencia a la compasión, conversión del derroche al compartir, conversión del egoísmo al amor, conversión del individualismo a la fraternidad.
Hermanos y hermanas, soñemos. Soñemos una Iglesia así: una Iglesia eucarística. Hecha de mujeres y hombres que se parten como pan para todos aquellos que mastican la soledad y la pobreza, para aquellos que están hambrientos de ternura y de compasión, para aquellos cuya vida se está desmoronando porque ha faltado la buena levadura de la esperanza. Una Iglesia que se arrodilla delante de la Eucaristía y adora con asombro al Señor presente en el pan; pero que sabe también inclinarse con compasión y ternura ante las heridas de quien sufre, levantando a los pobres, secando las lágrimas de quien sufre, haciéndose pan de esperanza y de alegría para todos. Porque no hay un verdadero culto eucarístico sin compasión para los muchos “Lázaros” que también hoy caminan a nuestro lado. ¡Muchos!
Hermanos, hermanas, desde esta ciudad de Matera, “ciudad del pan”, quisiera deciros: volvamos a Jesús, volvamos a la Eucaristía. Volvamos al sabor del pan, porque mientras
estamos hambrientos de amor y de esperanza o estamos rotos por las tribulaciones y los sufrimientos de la vida, Jesús se hace alimento que nos alimenta y nos sana. Volvamos al sabor del pan, porque mientras en el mundo se siguen consumiendo las injusticias y las discriminaciones contra los pobres, Jesús nos da el Pan del compartir y nos envía cada día como apóstoles de fraternidad, apóstoles de justicia, apóstoles de paz. Volvamos al sabor del pan para ser Iglesia eucarística, que pone a Jesús en el centro y se hace pan de ternura, pan de misericordia para todos. Volvamos al gusto del pan para recordar que, mientras se consume nuestra existencia terrena, la Eucaristía nos anticipa la promesa de la resurrección y nos guía hacia la vida nueva que vence a la muerte.
Pensemos hoy seriamente en el rico y en Lázaro. Esto sucede cada día. Y muchas veces también —avergoncémonos— sucede en nosotros, esta lucha, entre nosotros, en la comunidad. Y cuando la esperanza se apaga y sentimos en nosotros la soledad del corazón, el cansancio interior, el tormento del pecado, el miedo a no lograrlo, volvamos de nuevo al sabor del pan. Todos somos pecadores: cada uno de nosotros lleva sus propios pecados. Pero, pecadores, volvamos al sabor de la Eucaristía, al sabor del pan. Volvamos a Jesús, adoraremos a Jesús, acojamos a Jesús. Porque Él es el único que vence a la muerte y siempre renueva nuestra vida”.