Mujer de marzo

Por Guillermo Marín*

 

Una mujer ensaya en su cabeza un juramento en un idioma vedado al común de los mortales: mueve sus ojos azules en torno a sus pares varones como simulando comprender la miseria humana. Pero la lengua de Horacio la hace sonreír ante hombres que la escudriñan de a ratos. Alguien de espeso bigote esculpe un discurso, mientras la joven que luce un vestido claro y sombrero al tono que contrasta con las levitas y los fraques oscuros de cientos de señores no puede aún, acaso, imaginar que la historia de su vida alcanzará la categoría de panteón de la medicina argentina y del mundo. Saldrá en la portada de los principales diarios y revistas de la época. El gobierno de Julio Argentino Roca la enviará a Europa a estudiar la educación de la mujer, fundará la primera Escuela de Enfermería de Sudamérica y otras tantas instituciones que serán pioneras en el área asistencial. Escribirá obras trascendentales para la literatura médica. Presidirá el primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina para debatir el rol de las mujeres. Se editarán biografías, homenajes, historietas y la novela de su vida la llevará al cine en dos películas. Los que la observaban en el salón saben que ella guardó este momento con la paciencia de un león que espera por su presa; tal vez con el mismo gozo que había experimentado Vesalio cuando echara a Galeno al olvido. Así, la mujer de la sonrisa tallada en su rostro, escuchó su nombre: “Cecilia Grierson”... La voz del Dr. Mauricio Eustaquio Mateo González Catán, Decano de la Academia de Medicina quebró una tradición que por más de cien años había sido gobernada por hombres. Aquél hombre tenía en sus manos y entregaría el primer testimonio que torcería la idiosincrasia de la medicina del país: el diploma de la Doctora Cecilia Grierson, la primera médica universitaria argentina.


El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, no solo conmemora la lucha por su participación en la sociedad y en la política, también la efeméride evoca su desarrollo íntegro como persona a través de la evolución de ciertos procesos sociales. Aunque fuera del clisé del feminismo soporoso de moda, convendría hablar de esta mujer prácticamente desconocida. Porque Grierson entró en la historia oficial del feminismo argentino por cabeza dura, por prepotencia de enamorada de la educación superior, entonces vedada a la mujer; aquella que le daría, ante cualquier revisionismo histórico, un lugar en el mundo. Nació en Buenos Aires, en 1859, y nadie sospechó en aquel momento que una mujer del Siglo XIX, hija de inmigrantes escoceses, de una belleza emocionante pero que impone respeto y admiración, huérfana de padre en la orilla de su pubertad, de modesta economía familiar, se llevaría por delante más de cien años de patriarcado en la medicina del país.

Cecilia empezó a ser la doctora Grierson la mañana del 2 de julio de 1889. Sin embargo, su mayor profanación consistió en inmiscuirse en la literatura científica de principios del Siglo XX: publicó cinco obras médico-kinesiológicas, una tesis de grado e incontables artículos de temáticas tanto obstétricas como sanitarias.

La idea de profanación (piénsese como transgresión de una norma dada) está presente en la conciencia social occidental desde el principio de los tiempos. Los griegos, con su mito de Pandora, reforzaron este esquema. Para los helenos, la primera mujer sobre la tierra abría su ánfora (o caja, según la versión renacentista) por curiosidad y desparramaba todos los males sobre la tierra. Profanaba, por lo tanto, la armonía del mundo. Robert Graves fue más allá: “El mito intenta imponer a la mujer la culpa de todos los males de la humanidad”. ¿No era ése el pensamiento de muchos de los hombres con los que Cecilia Grierson tuvo que convivir? ¿Acaso producir literatura médica no era un sinónimo de profanación? Los escritos médicos, en su historia intrínseca, eran hechos, distribuidos y custodiados por hombres. ¿Qué otra cosa, sino una gran transgresión, ocasionó Grierson publicando libros de medicina y en castellano? Las obras médicas en idiomas extranjeros superaban ampliamente a las escritas en nuestro idioma. ¿No era esa una forma (¿inconsciente?) de salvaguardar el conocimiento y evitar que el “vulgo” accediera a él? Si bien Cecilia Grierson no tuvo que batallar con la burla y el desprecio por estampar su firma en una obra escrita, irremediablemente riñó con un mal mayor: la indiferencia de aquellos intelectuales que preferían mantener el conocimiento científico en las arcas del sexo fuerte. Pese a todo, si bien sus escritos no llegaron a trascender en la comunidad científica de entonces, lo hicieron de manera pública y privada, a la vez: en muchos hogares porteños existía, por lo menos, uno de sus textos. 

Grierson rompió un molde en el que habían crecido miles de mujeres argentinas inventando una nueva forma de ser mujer. Abrió caminos hasta ese momento vedados a lo “femenino”. Venció todas las inercias proponiendo un cambio de paradigmas, provocando con ello a muchas mujeres a seguir sus pasos. Tal vez Grierson no supo (o lo percibió en silencio) que estaba viviendo una revolución. “La mejor donación que nos ha dejado Cecilia Grierson”, dice Marina Villanueva, Presidenta de la Federación Argentina de Mujeres Universitarias, “es ayudarnos a seguir pensando que no merecemos un techo; aunque sea de cristal, y que podamos traspasarlo como al presente mismo”.

Cecilia Grierson ya es historia. Pero no pasado. Porque mientras dure su legado, cada 8 de marzo vivirá la Mujer.

 

*Periodista y biógrafo