El mal de Alzheimer: las experiencias de enfermar y cuidar

Mariela Castro (*)

El mal de Alzheimer es una enfermedad degenerativa crónica, que suele durar varios años; por lo general, de aparición tardía en el desarrollo de una persona. Según los expertos y los datos estadísticos, está asociada a la edad avanzada y no necesariamente a una predisposición genética. Como toda enfermedad, se expresa y evoluciona de forma particular según las características de quien la padece y su entorno.

 

¿Cuáles son sus síntomas?

En primer lugar, se da una progresiva pérdida de memoria, que va alterando la vida cotidiana. Se produce poco a poco un deterioro cognitivo que afecta la capacidad para el pensamiento lógico y racional, para aprender, planificar el futuro, inhibir los impulsos y regular de manera adecuada el comportamiento según los distintos contextos. También puede haber dificultades en los movimientos o equilibrio por rigidez o temblores, y se le suman cambios emocionales que complejizan la convivencia con sus familiares.

La persona con Alzheimer tiende a deambular y salir de su casa, pudiendo tener estallidos emocionales abruptos, reacciones agresivas hacia desconocidos y los propios familiares, una conducta sexual inusual, malinterpretar lo que ve o escucha. Paulatinamente se van añadiendo las dificultades y acrecentando las limitaciones para llevar adelante las tareas cotidianas, su cuidado personal, organizar sus hábitos, tomar decisiones, socializar, teniendo cada vez menor conciencia de su situación y demandando mayor atención y cuidados de sus familiares.

 

¿Cómo se siente quien tiene Alzheimer?

Las alteraciones despiertan una diversidad de sentimientos. Los miedos, las preocupaciones, la tristeza y los enojos suelen estar a flor de piel. La persona puede sentirse abrumada y confundida, por ejemplo, ante algún cambio en su rutina o cuando intenta entender, sin éxito, una frase. Puede mostrar escaso interés en objetos o actividades de su entorno, incluso en aquello que antes le gustaba y le proporcionaba bienestar, y hasta puede deprimirse.

Suelen esconder cosas y pensar que otras personas se las han robado. Puede experimentar alucinaciones, ver objetos, lugares, personas, o escuchar voces que no tienen existencia real fuera de sí. Todo esto provoca un estado de alerta constante que puede alternar con somnolencia en el día, confusión o estados de ausencia. Son momentos de mucha desorganización, en los que subyace la necesidad de sentirse querido/a y aceptado/a por quienes le rodean.

 

¿Qué implica afrontar el diagnóstico de esta enfermedad?

Recibir este diagnóstico genera un gran impacto en la vida de quien enferma y su contexto afectivo relacional. Implica un desafío y un complejo trabajo psíquico metabolizar la información recibida que anuncia cambios progresivos e irreversibles en el funcionamiento mental y la personalidad, que exigirán múltiples transformaciones y adecuaciones a nivel familiar para acompañar y cuidar lo mejor posible.

 

La vivencia de la enfermedad de Alzheimer en un ser querido supone enfrentarse continuamente con el sentimiento de pérdida. La enfermedad ataca la identidad, su autobiografía, al punto de impedir el reconocimiento de los seres queridos. Los familiares, con mucho dolor, suelen sentir que se trata de otra persona. Se activa un trabajo de duelo, que es una respuesta natural y humana ante una pérdida valiosa. Es importante dar y darse tiempo, hacerles lugar a los sentimientos y unirse ante la adversidad, sin descartar la posibilidad de buscar apoyo y orientación profesional.

 

¿Cómo afecta a sus familiares y amistades esta enfermedad?

Se genera un contexto complejo y abrumador; se profundizan los miedos, las preocupaciones, el dolor y el agobio con el correr del tiempo. Especialmente en su entorno familiar más íntimo y cercano se experimenta un torbellino afectivo, en el que alternan la impotencia, la frustración, el miedo, la tristeza, el enojo, la angustia, la ansiedad y la confusión. Se crea un clima emocional que en ocasiones puede dificultar el acercamiento y los cuidados. Pueden desarrollarse conductas evitativas o desafectivizadas, también estados de ansiedad, irritabilidad y depresión.

Asumir los cuidados tiene un costo emocional y social. Implica renunciar a la forma de vida sostenida hasta el momento, una nueva redistribución del tiempo y reorganización de la rutina. Ya no hay tanta disponibilidad para el resto de la familia y los amigos, aún para sí mismo/a. Incluso el trabajo puede correr riesgos. El tiempo libre se reduce notablemente, se modifican las costumbres, se altera el dormir.

Las actividades de disfrute suelen abandonarse no sólo por falta de tiempo y cansancio sino también por el sentimiento de culpa que suele despertarse. No faltan las vivencias de soledad y aislamiento. Tampoco las molestias y afecciones corporales que encubren un sufrimiento que no se puede pensar ni poner en palabras. Todos indicadores de sobrecarga y un llamado de atención para hacer una pausa y replantearse la forma de seguir adelante.

 

¿Qué necesita una persona con demencia?

Como cualquier otra, tiene necesidades y derechos. Tiene derecho a ser tratada con respeto y dignamente. Esto se logra evitando actitudes o comportamientos intimidantes, manipuladores, evitativos, infantilizadores, indiferentes, cosificadores, estigmatizantes, invalidantes.

La persona con Alzheimer necesita confort, que se brinda a través de la proximidad y el trato cálido, tierno, comprensivo; apego, que es la tendencia a formar vínculos con los demás para sentir protección y seguridad; sentido de identidad, que el contexto relacional debe aclarar y reforzar para devolver la calma; ocupaciones, para estimular el sentimiento de utilidad y la participación en actividades significativas para la persona; inclusión, así se alimenta el sentimiento de valía personal y social, evitando la soledad y el aislamiento que tienen efectos perjudiciales. Si estas necesidades y derechos no son atendidos, se corre el riesgo de desarrollar pautas de desubjetivación y deshumanización, que promueven la pasividad de la persona enferma y comprometen incluso aún más su identidad.

 

¿Qué pueden hacer su familia y amistades?

Tener presente las cuatro C: Cuidar, Contener, Comprender, Crear. Ante la tarea de cuidar es importante informarse sobre la enfermedad, su tratamiento y evolución, los nuevos hallazgos, y sobre los efectos en la persona enferma y su entorno familiar. Ayuda a aliviar la angustia y la ansiedad y favorece un trato más comprensivo y contenedor. Cuidar también puede constituir una oportunidad para descubrir aptitudes y habilidades adormecidas o poco valoradas. Puede propiciar una relación más cercana con el ser querido enfermo o con otros familiares y el reconocimiento de aspectos positivos desapercibidos hasta ese momento.

Por eso es esencial crear lazos de sostén que promuevan una vinculación empática con la vulnerabilidad de la persona enferma; crear oportunidades de encuentro con la esperanza de que se generen instantes de reconocimiento, así sean fugaces como sucede avanzada la enfermedad; crear momentos de conexión desde un lugar diferente al habitual.

Los vínculos están atravesados por la incertidumbre; siempre está la posibilidad de que algo nuevo, inesperado, surja, tanto en la salud como en la enfermedad. La inventiva personal y el humor son herramientas fundamentales y es un muy útil no subestimarlas. La práctica de cuidar exige el autocuidado. No es posible cuidar bien si quien cuida desatiende sus propias necesidades.

Es fundamental el descanso, el esparcimiento, tiempo de ocio, momentos de disfrute, el contacto humano, la actividad física, para poder desconectarse de la tarea de cuidar, renovarse y retomarla con mayor vitalidad. Cuidar a un ser querido es un acto de amor y cuidarse está a su servicio. Cuidarse constituye la esencia y la ética del ejercicio de cuidar.

 

(*) Psicóloga. Especialista en Psicodiagnóstico. Docente de la Facultad de Psicología y Relaciones Humanas Sede Rosario