Francisco y la ancianidad: la fragilidad en un mundo que no mira a los adultos mayores
Este pasado martes 26 de Julio, en el Calendario Litúrgico se conmemora la Festividad de Santa Ana y San Joaquín, los abuelos de Jesús, Padres de Nuestra Señora la Virgen. Esa fecha fue una buena excusa para que Francisco nos hablara de los ancianos, aprovechando la segunda Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores. Pero este año, más que nunca, esa reflexión estuvo marcada por las imágenes de cierta vulnerabilidad física que se hizo notoria en el Sumo Pontífice, y de la que se hizo eco toda la prensa mundial.
Nos hemos acostumbrado a verlo en sillas de ruedas, y a sus dificultades para desplazarse, lo que nos obliga a reflexionar en la vulnerabilidad que nos impone la edad, no sólo pensando en nuestros abuelos, sino que identificándola de a poco con las imágenes del papa, cargo que no tiene habituada la dimisión o renuncia -recordemos lo atípico de la renuncia de Benedicto XVI, el primero en renunciar en 600 años – razón por la cual el mundo atestigua el envejecimiento natural de hombres que están dispuestos en ese lugar hasta su muerte.
Los días finales de Juan Pablo II fueron muy fuertes en la exposición de dicha fragilidad, y el mundo pudo ser testigo del avance impiadoso del Parkinson, en ese otrora atlético e imponente hombre de la Iglesia que, con sus gestos, su empatía, su figura alta y esbelta, enamoraba a las multitudes.
La fragilidad de Francisco puede observarse en sus dificultades para caminar, ya que arrastra una rotura de ligamentos en la rodilla. A eso hay que sumarle la operación que tuvo el año pasado, y los problemas de la ciática. Pero en estos días, su visita a Canadá fue muy evidente en el impacto de la edad en el líder del catolicismo. Incluso el New York Times habló de su reciente visita como una “peregrinación de senectud”.
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Todos hemos tenido familiares cercanos, ya sean padres, abuelos o tíos que, ante situaciones de extrema fragilidad, han soportado momentos de indignidad absoluta, donde tuvieron que atravesar una vulnerabilidad que los exponía ante propios o extraños. Resultado de enfermedades, patologías, senilidad o falta de autonomía para realizar las tareas más sencillas e íntimas, los ancianos sufren doblemente sus problemas físicos, primero al vivirlos ellos mismos, en sus propios cuerpos, y en segundo lugar, cuando son conscientes que también lo sufren sus familiares cercanos, impotentes por la situación.
Como agravante, como nos dice Francisco, en un mundo de descarte donde la ancianidad a muchos les da miedo, pareciera a veces que los ancianos “no nos conciernen”, y es mejor que estén “lo más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener que hacernos cargo de sus preocupaciones”.
Hoy los ancianos viven en un mundo que no está ni preparado ni dispuesto para ellos, donde los medios, la cultura, la música, los entornos físicos, los productos, no suponen la existencia de ancianos. Desde lo más conceptual y profundo, a lo más trivial y cotidiano, el mundo actual supone que los ancianos no existen.
Ejemplos podríamos dar miles, pero selecciono dos sumamente ilustrativos para exponer lo que decimos. De la enorme cantidad de dificultades que tiene un octogenario para adaptarse al
mundo actual, recuerdo que me causó sorpresa cuando mi abuelo me comentaba que para comprar elementos cotidianos en el mercado, no podía darse cuenta ni siquiera si estaba comprando un shampoo o una crema de enjuague, ya que la señalización del producto es tan diminuta que no hay forma de leerlo, eso sí, en grandes letras gigantes hay una enorme cantidad de información “marketinera” que no le sirve a nadie.
Otro ejemplo: un día quise llevar a mi padre, postrado en una silla de ruedas desde hacía años, a pasear por el centro de Buenos Aires, en teoría, la ciudad más moderna y global de la Argentina. Dejamos el auto en un barrio de una zona periférica, y decidimos viajar en subte hacia el centro, para recorrer museos y cafés. Tomé la precaución de identificar en un mapa virtual las estaciones de subte donde había ascensores, esos que vemos en las veredas para descender hacia las formaciones. Paré en las siete estaciones donde se habían construido esos ascensores gigantescos y modernos, y no funcionaba ninguno de ellos desde hacía años. Eran puro decorado. Tanto para bajar como para subir, me tuvieron que ayudar tres transeúntes, para hacerlo manualmente con muchísimo esfuerzo, mientras mi padre, avergonzado, pedía disculpas por el favor solicitado. Yo no podía dejar de pensar que pasaría por su cabeza, cuando de joven hacia equitación, y ahora debían ayudarlo en grupo para tomarse un transporte público. Esas son las situaciones indignas de las que hablo. Hay que pedir disculpas por ser un adulto mayor.
Pero eso no fue todo, salvo el Museo del Bicentenario, ningún lugar que visitamos estaba preparado para sillas de ruedas, lo mismo que muchos bares, restaurant, paseos o galerías, incluso las veredas y calles. Desde que mi padre pasó por esa experiencia, en adelante me dediqué a observar con mayor detenimiento nuestras ciudades y lugares públicos, y siempre que voy a un lugar me pregunto, ¿podría pasar por aquí mi padre? No sólo por la movilidad, ya sea por la señalización, el lenguaje, ¿está este lugar preparado para un anciano?
Pues bien, el Sumo Pontífice hoy está en silla de ruedas gran parte de su rutina. ¿Podría recorrer nuestros barrios? ¿Se sentiría a gusto? ¿Se sienten parte de nuestro entorno los ancianos? Y no me refiero sólo a los entornos físicos. Me refiero en general a todo lo que nos rodea. Los sonidos, las imágenes, la velocidad, la estética, lo que consumimos, o lo que nos ofrece el mercado.
Basta sólo con prender la televisión unos diez minutos para darse cuenta que no se la habla a todo el mundo, sólo se le habla a los jóvenes, o quizás ni siquiera a ellos, la mayor parte del tiempo se le habla a los adolescentes. Desechamos también desde los rangos etarios. Incluso cada vez es más común que en la búsqueda laboral se excluya a los adultos, no a los adultos mayores, directamente a los adultos.
Volviendo a Francisco, en su reciente visita a Canadá, dijo textualmente que hay que construir “un futuro en el que los ancianos no sean desechados porque, desde un punto de vista «práctico», ya no son útiles”. Ante la aceleración de los tiempos, hay un tren que quedó lejos para muchos mayores.
“El final de la actividad laboral y los hijos ya autónomos hacen disminuir los motivos por los que hemos gastado muchas de nuestras energías. La consciencia de que las fuerzas declinan o la aparición de una enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos acelerados, ante los cuales nos cuesta mantener el paso— parece que no nos deja alternativa y nos lleva a interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: «No me rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9).
Quizás las imágenes de Francisco luchando contra sus propias fragilidades, nos ayuden a pensar en las propias, futuras o presentes, y recordar que la solidaridad con los mayores es un gesto no sólo necesario, sino que urgente.
Dr. Fabián Lavallén Ranea
Doctor en Ciencia Política (USAL). Lic. en Historia y Lic. En Relaciones Internacionales
Especialista en Sociología de la Cultura
Director de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UAI – Rosario).