El Parlamento al gobierno, el Inca al poder
Por Fabián Lavallén Ranea*
Conmemoramos nuevamente el 9 de julio de 1816, y como todos los años, intentamos evocar lo mejor y más significativo de esa fecha imperecedera en la memoria colectiva de nuestro país. En la historia política nacional, sabemos muy bien que en ese día se cierra un proceso iniciado el 25 de mayo de 1810, un ciclo complejo, violento, zigzagueante, con grandes triunfos y angustiosas derrotas, con proyectos, iniciativas y propuestas muy diversas y heterogéneas.
Los protagonistas que declararon la independencia, la mayor parte de ellos hombres de la Iglesia o de la jurisprudencia, lo hicieron en momentos que España comenzaba a buscar la recuperación de las colonias perdidas y, sin embargo, tuvieron la gallardía de desafiar a una potencia que, aunque en clara decadencia, seguía teniendo ese estatus.
Nuestros dos máximos próceres, José de San Martín y Manuel Belgrano, que junto con Martín Miguel de Güemes conforman a nuestro entender la tríada de los próceres absolutos de la Revolución, fueron muy enfáticos en los procesos previos a la declaración de independencia, y con contundencia y decisión, presionaron a la solemne asamblea a dar el paso definitivo, pero también pensaron en el “día después”
José de San Martín, a comienzos de ese año y desde Mendoza, le expresaba a Tomás Godoy que “hagan cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar nuestra suerte”, remarcándole que “todas las provincias están en expectación esperando las decisiones de ese congreso”, ya que para el Libertador sólo esa institución podía “cortar las desavenencias que (según este correo) existen en las corporaciones de Buenos Aires”.
En una nueva carta, unos días más tarde, enfatiza nuevamente y con impaciencia, lo expectante que estaban todos de tener noticias del congreso magno, ya que el enemigo acechaba y se fortalecía con cada día que se retrasaba la declaración: “¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos. ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted seguro que nadie nos auxiliará en tal situación, y por otra parte el sistema ganaría un 50 por ciento con tal paso. Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. Veamos claro, mi amigo; si no se hace, el congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo éste la soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir, a Fernandito”.
Por su parte, Manuel Belgrano va a dirigirse directamente al Congreso de Tucumán, en este caso en una sesión secreta, fechada el 6 de julio de 1816, sólo tres días antes de la gran declaración. En dicha ocasión, el creador de nuestra bandera le detallará al Congreso todo lo que ocurría en Europa, ya que conocía en detalle esos aconteceres a partir de la misión diplomática que había llevado adelante. En sus palabras, había un tremendo peligro en ser dubitativos en tales circunstancias, ya que en el viejo continente “todo tendía a la restauración monárquica”, más aún desde la entronización de Fernando VII, estaba diluyéndose, al menos en apariencia, el germen de las ideas liberales que había sabido dejar atrás el “antiguo régimen”. Por eso, Belgrano propondrá, al igual que San Martín en su momento, una monarquía incaica, pero no absolutista, sino que balanceada con un parlamento o congreso general. Era una mixtura entre elementos racionales-legales propios de occidente, con una legitimidad carismática simbólica originaria.
En el caso de José de San Martín, un gran impulso para esta propuesta será la lectura de “Los comentarios reales” del Inca Garcilazo de la Vega, obra equidistante de las dos visiones antagónicas de aquellos años, la tolediana hispanista y la defensora de los pueblos originarios o lascasiana. Garcilazo sabía aunar ambas legitimidades, y permitía en la lectura sanmartiniana, atenuar la restauración monárquica que se avecinaba.
En el caso de Belgrano, ante el retroceso de la prédica liberal, observaba que una suerte de parlamentarismo con una figura incásica por encima, gobernando desde el Cuzco, permitiría contener la gran geografía del Tahuantinsuyo (las cuatro regiones del mundo) andino bajo su protectorado, y así sostener una entidad geopolíticamente poderosa, amplia, con múltiples recursos, y bioceánica. Advertía Belgrano que en el viejo continente “ha acaecido una mutación completa de ideas”, en especial referencia a lo relativo a la forma de gobierno. Más que claro es su diagnóstico, cuando remarca: “Así como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha elevado, más que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquico-constitucional, ha estimulado a las demás a seguir su ejemplo. La Francia lo ha adoptado. El rey de Prusia por sí mismo y estando en el pleno goce de su poder despótico, ha hecho una revolución en su reino, sujetándose a bases constitucionales idénticas a las de la nación inglesa; habiendo practicado otro tanto las demás naciones. Conforme a estos principios, en mi concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono; a cuya sola noticia estallará un entusiasmo general de los habitantes del interior".
Claramente, la oposición a estas ideas en Buenos Aires no se dejó esperar. Buenos Aires nunca dejaría que la organización del nuevo país estuviera tan alejada de su órbita, y la ilustración que nutría a muchos de sus principales actores, jamás aceptaría un monarquismo aunque sea constitucional.
* Director de la Licenciatura en Ciencia Política de la UAI. Doctor en Ciencias Políticas (USAL)